Venían los ejércitos. Pasaban por las calles del pueblo y acampaban en los campos de Lavalleja o del Campanero.
Tras ellos venían grandes caballadas. Muchos animales iban quedando por los caminos, agotados, con los lomos deshechos, o quebrados. Los arreadores, de chiripá, barbudos y bien montados, nos saludaban con los rebenques de zotera chata, de cuero crudo. Al fin de la arreada venían las yeguas, con potrillos de patas largas y cabezas finas y nerviosas, con cascos claros que parecían romperse en las piedras.
Nosotros llevábamos ropa vieja a los hombres y éstos nos regalaban potrillos. Pero en casa nos obligaban a devolverlos para que no se murieran lejos de las madres.
Tras muchos ruegos solían darnos algún petiso maceta, sillón o chapinudo.
Éramos felices con ellos, hasta que venía otro ejército escaso de caballos y se los llevaba.
En la guerra lo que un ejército regalaba se lo llevaba el otro. Porque siempre eran dos ejércitos.
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